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11/6/13

CON TUS DIENTES DE MARFIL (4º CLASIFICADO) Autora: Eva Carmona Ruiz




Los recuerdos acuden fácilmente. Aún me parece estar en ese tren traqueteante de mi primer viaje a Alemania. El dolor en los huesos, durante horas. Y luego, las primeras impresiones de un país extraño, donde todo era novedoso para mí.
Yo tenía veinte años, y dejaba a mi novio de toda la vida en el pueblo.
-Hija mía, ¿dónde irás tú sola?- me lloriqueaba mi madre, intentando hacerme entrar en razón.
Pero no iba sola, hablando en puridad. Había primos, y amigos, y gente del pueblo, y yo pensé, teniendo en cuenta el celo con el que le decían a mi familia que cuidarían de mi y que me vigilarían a sol y a sombra, que lo raro sería que viera a un alemán.

Recuerdo la impresión que me provocaron los alemanes: nunca había visto gente como aquella. ¿Y el idioma? Todas las palabras me sonaban a graznidos de cuervo. ¿Qué decir de la primera vez que vi un váter? En el pueblo íbamos al corral, como todo hijo de vecino.
Y, aún así, me sorprende recordar lo pronto que me adapté. Supongo que siempre he tenido facilidad para el idioma. A otros les costaba horrores. La primera palabra que aprendí fue kartopfen. Patata. La miré en el diccionario, me la aprendí y bajé a la tienda de abajo con ella en la punta de la lengua.
-Kartopfen- le dije al tendero, como si recitara mi frase en una obra de teatro-. Kartopfen.
Yo nunca fui especialmente amante de la canción española (de joven siempre preferí la música más moderna), así que tenía que reírme de mí misma cuando alguno de mis amigos o compañeros españoles ponían coplas y a mí se me saltaban las lágrimas. En especial aquella de
Cuando salí de mi tierra
volví la cara llorando
porque lo que más quería
atrás me lo iba dejando

Pero es que la nostalgia por todo lo mío era terrible.

¿Y, de qué trabajé? Nada que no hicieran los miles de españoles en Alemania, y los miles de turcos, italianos y demás gente: pasé los primeros años trabajando en una fábrica de encurtidos, durmiendo en un barracón. Luego, como criada en casa de una familia francesa. Después, en otra fábrica, y luego en una tienda.

Pero creo que, casi más grande que la impresión que me llevé al llegar por primera vez a Alemania, fue la que recibí al volver a mi pueblo por primera vez, unas vacaciones. Todo me pareció mugriento y feo, y me dio vergüenza de sentirme así. ¡Era mi pueblo después de todo!
Recuerdo que, lo primero que vi antes de entrar a mi casa fue a mi hermana menor sentada en el tranco polvoriento de la calle, renegrida del sol, con las rodillas como cuero y llenas de cicatrices. Le quitaba garrapatas a un perro, con gesto lleno de amor. Éloise, la niña de la familia para la que trabajaba, tenía la misma edad. A esas horas yo siempre la llevaba a clases de piano.

Cuando llevaba en Alemania tres años, una vez me fijé en un hombre joven que se sentaba a mi lado en el autobús. Se montaba en el mismo sitio todos los días, pero, durante semanas, no fui capaz de decirle nada. Se sentaba junto a mí, me miraba un poco y abría un libro. Era rubio, con los ojos castaños y las mejillas llenas de pecas, y yo di por hecho que se trataba de un alemán.
-Guten Tag- me envalentoné un día a decirle.
Y él me miró y se echó a reír. Resulta que era español, como yo.
Pero su risa no me molestó, es más, me resultó agradable. Y hablamos, hablamos tanto que el pobre se pasó su parada y tuvo que volver a pie.
Se llamaba Juan, había llegado a Alemania más o menos cuando yo y trabajaba en la fábrica de Bosch.
¡Mi muchacho de la Bosch! Fue por él por el que dejé a mi novio del pueblo de toda la vida, pero no me arrepentí ni un día. Menos de un año después de conocernos, nos casamos en Alemania, una boda sencilla a la que acudieron sólo nuestros amigos. Queríamos ahorrar el máximo de dinero posible para volvernos a España. Nuestra primera hija nació en Alemania. La segunda, en España.
Hace tres años, se durmió en su tresillo favorito escuchando la radio y no volvió a despertar. No hay un solo día que no lo eche de menos. Pese a todo el tiempo que vivimos juntos, pese a las hijas y todo lo demás, para mí seguía siendo el muchacho de la Bosch.

Los recuerdos acuden fácilmente, pero se van tan rápidamente como llegan. A eso ayudan, y mucho, los gritos que está dando mi vecina, en la cola de la frutería.
-¡Date prisa!- declama, a voz en cuello-. ¡No tenemos todo el día!- y luego añade, en un tono más bajo, para los que esperamos en la cola  (aunque un tono perfectamente audible)- Qué vergüenza, a saber todo el tiempo que lleva aquí y aún no sabe hablar español…Que se vaya a su país.
El objeto de las iras de mi vecina es una chica negra altísima, vestida con un colorido vestido de estilo africano y una especie de pañuelo o turbante a juego. Sobre la espalda, atado a la cintura con un pañuelo grande, un bebé de cabello ensortijado que dormita, ignorando el tumulto que se forma por momentos en la frutería.
La chica ha acaparado todas las miradas desde que ha entrado, aunque casi ninguna de esas miradas es de agrado.
Intuyo, por su aire tímido y casi avergonzado, que hace muy poco que está en España. La escena me recuerda tanto a aquella otra del kartopfen, cuando yo acababa de llegar a Alemania, que no puedo evitar sonreír para mí misma. Pero, ¿qué idea se hará esta pobre chica de España, conociendo a esta vecina loca? Además, que yo la conozco bien. Es de mi pueblo. También fue a Alemania, más o menos cuando yo, y recuerdo que le costó horrores aprender algo de alemán. ¡Si después de llevar allí cuatro años aún se hacía entender por signos!
Yo trabajé en la casa de una familia francesa, y muchos subsaharianos son francófonos, así que no me resulta muy difícil echarle un cable a la chica negra del niño.
-¿Puedo ayudarte?- le pregunto en francés.  La chica parece algo sorprendida al principio, luego me sonríe abiertamente y me indica en francés las cosas que yo pido a la frutera en español. Un kilo de naranjas, un racimo de plátanos, unas peras… ¡no es tan difícil!.
-Algunas personas tienen muy poca memoria- digo con intención, mirando a mi inhospitalaria vecina.
-¡Nosotros, al menos, íbamos con papeles!- me dice ella, muy digna, y levanta la nariz.
Al salir de la frutería, la chica del niño sigue allí, y vuelve a sonreírme. Una sonrisa de dientes blanquísimos.
-Merçi- me dice, amablemente, antes de marcharse. A su espalda, el bebé se entretiene con un gajo de naranja. A mi ella me parece muy joven. Debe ser de la edad de mi nieta mayor. Quizá sólo algo mayor que yo la primera vez que me fui a Alemania.
Y, al acordarme de eso, he recordado  lo que iba a hacer en un principio: comprar un kilo de mandarinas, y luego pasarme por casa de mi hija a dejarle a mi nieta mi viejo diccionario de alemán.
La mayor de mis nietas tiene veintitrés años, y pronto terminará sus estudios (¡qué orgullosos estamos todos de ella! Será la primera universitaria de la familia), pero, con cómo está la situación en el país a día de hoy, no cree que pueda encontrar trabajo aquí, y se está planteando irse al extranjero.
-A Alemania, abuela- me dijo-. Como tú.
Y, aunque sepa que no se va en las mismas condiciones en que me fui yo, me da pena. ¡Mi nietecita! ¿Quién sabe si no se encontrará en Alemania a otra mujer xenófoba y maleducada como mi vecina? Hay que tratar bien a los huéspedes, me digo, pensando en ello. Nunca se sabe cuando te va a tocar a ti serlo de otros.
De modo que, pienso, le llevaré el diccionario a mi nieta. Seguramente tendrá otros diccionarios mucho mejores, y también la ayuda de internet, pero me ha pedido que yo (sí, yo, esta vieja con su alemán pueblerino y ya bastante oxidado) le eche una mano.
-Quizá ese diccionario tuyo sirva como una especie de amuleto familiar- me dijo mi nieta, riéndose de esa manera suya.
Sí, le daré el diccionario “amuleto familiar”, como ella dice, y le diré que la primera palabra que su abuela aprendió del alemán fue kartopfen.

2 comentarios:

  1. Rosi Serrano11/6/13, 12:12

    Pues sí... parece que como se nos olvida muy fácilmente las cosas, el tiempo nos demuestra que ahora pueden ser nuestros hijos y nietos los que tomen un rumbo desconocido...A más de uno le hará falta ese diccionario. ¡Gutten Tag! tambien para tí.

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  2. La memoria es flaca; más aún para aquellos que en algún momento llegaron a creerse que pertenecíamos al primer mundo, al de los ricos y poderosos, al de los elegidos. Mal hicimos cuando sacamos la humildad de nuestras mochilas.
    Enhorabuena.

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