Los recuerdos acuden fácilmente. Aún me parece estar en ese tren
traqueteante de mi primer viaje a Alemania. El dolor en los huesos, durante
horas. Y luego, las primeras impresiones de un país extraño, donde todo era
novedoso para mí.
Yo tenía veinte años, y dejaba a mi
novio de toda la vida en el pueblo.
-Hija mía, ¿dónde irás tú sola?- me
lloriqueaba mi madre, intentando hacerme entrar en razón.
Pero no iba sola, hablando en
puridad. Había primos, y amigos, y gente del pueblo, y yo pensé, teniendo en
cuenta el celo con el que le decían a mi familia que cuidarían de mi y que me
vigilarían a sol y a sombra, que lo raro sería que viera a un alemán.
Recuerdo la impresión que me
provocaron los alemanes: nunca había visto gente como aquella. ¿Y el idioma?
Todas las palabras me sonaban a graznidos de cuervo. ¿Qué decir de la primera
vez que vi un váter? En el pueblo íbamos al corral, como todo hijo de vecino.
Y, aún así, me sorprende recordar
lo pronto que me adapté. Supongo que siempre he tenido facilidad para el
idioma. A otros les costaba horrores. La primera palabra que aprendí fue kartopfen. Patata. La miré en el
diccionario, me la aprendí y bajé a la tienda de abajo con ella en la punta de
la lengua.
-Kartopfen- le dije al tendero,
como si recitara mi frase en una obra de teatro-. Kartopfen.
Yo nunca fui especialmente amante
de la canción española (de joven siempre preferí la música más moderna), así que
tenía que reírme de mí misma cuando alguno de mis amigos o compañeros españoles
ponían coplas y a mí se me saltaban las lágrimas. En especial aquella de
Cuando salí de mi tierra
volví la cara llorando
porque lo que más quería
atrás me lo iba dejando
Pero es que la nostalgia por todo
lo mío era terrible.
¿Y, de qué trabajé? Nada que no
hicieran los miles de españoles en Alemania, y los miles de turcos, italianos y
demás gente: pasé los primeros años trabajando en una fábrica de encurtidos,
durmiendo en un barracón. Luego, como criada en casa de una familia francesa.
Después, en otra fábrica, y luego en una tienda.
Pero creo que, casi más grande que
la impresión que me llevé al llegar por primera vez a Alemania, fue la que
recibí al volver a mi pueblo por primera vez, unas vacaciones. Todo me pareció
mugriento y feo, y me dio vergüenza de sentirme así. ¡Era mi pueblo después de
todo!
Recuerdo que, lo primero que vi
antes de entrar a mi casa fue a mi hermana menor sentada en el tranco
polvoriento de la calle, renegrida del sol, con las rodillas como cuero y
llenas de cicatrices. Le quitaba garrapatas a un perro, con gesto lleno de
amor. Éloise, la niña de la familia para la que trabajaba, tenía la misma edad.
A esas horas yo siempre la llevaba a clases de piano.
Cuando llevaba en Alemania tres
años, una vez me fijé en un hombre joven que se sentaba a mi lado en el
autobús. Se montaba en el mismo sitio todos los días, pero, durante semanas, no
fui capaz de decirle nada. Se sentaba junto a mí, me miraba un poco y abría un
libro. Era rubio, con los ojos castaños y las mejillas llenas de pecas, y yo di
por hecho que se trataba de un alemán.
-Guten Tag- me envalentoné un día a
decirle.
Y él me miró y se echó a reír.
Resulta que era español, como yo.
Pero su risa no me molestó, es más,
me resultó agradable. Y hablamos, hablamos tanto que el pobre se pasó su parada
y tuvo que volver a pie.
Se llamaba Juan, había llegado a
Alemania más o menos cuando yo y trabajaba en la fábrica de Bosch.
¡Mi muchacho de la Bosch! Fue por
él por el que dejé a mi novio del pueblo de toda la vida, pero no me arrepentí
ni un día. Menos de un año después de conocernos, nos casamos en Alemania, una
boda sencilla a la que acudieron sólo nuestros amigos. Queríamos ahorrar el
máximo de dinero posible para volvernos a España. Nuestra primera hija nació en
Alemania. La segunda, en España.
Hace tres años, se durmió en su
tresillo favorito escuchando la radio y no volvió a despertar. No hay un solo
día que no lo eche de menos. Pese a todo el tiempo que vivimos juntos, pese a
las hijas y todo lo demás, para mí seguía siendo el muchacho de la Bosch.
Los recuerdos acuden fácilmente, pero se van tan rápidamente como
llegan. A eso ayudan, y mucho, los gritos que está dando mi vecina, en la cola
de la frutería.
-¡Date prisa!- declama, a voz en
cuello-. ¡No tenemos todo el día!- y luego añade, en un tono más bajo, para los
que esperamos en la cola (aunque un tono
perfectamente audible)- Qué vergüenza, a saber todo el tiempo que lleva aquí y
aún no sabe hablar español…Que se vaya a su país.
El objeto de las iras de mi vecina
es una chica negra altísima, vestida con un colorido vestido de estilo africano
y una especie de pañuelo o turbante a juego. Sobre la espalda, atado a la
cintura con un pañuelo grande, un bebé de cabello ensortijado que dormita,
ignorando el tumulto que se forma por momentos en la frutería.
La chica ha acaparado todas las miradas
desde que ha entrado, aunque casi ninguna de esas miradas es de agrado.
Intuyo, por su aire tímido y casi avergonzado, que hace muy
poco que está en España. La escena me recuerda tanto a aquella otra del kartopfen, cuando yo acababa de llegar a
Alemania, que no puedo evitar sonreír para mí misma. Pero, ¿qué idea se hará
esta pobre chica de España, conociendo a esta vecina loca? Además, que yo la
conozco bien. Es de mi pueblo. También fue a Alemania, más o menos cuando yo, y
recuerdo que le costó horrores aprender algo de alemán. ¡Si después de llevar
allí cuatro años aún se hacía entender por signos!
Yo trabajé en la casa de una familia francesa, y muchos
subsaharianos son francófonos, así que no me resulta muy difícil echarle un
cable a la chica negra del niño.
-¿Puedo ayudarte?- le pregunto en francés. La chica parece algo sorprendida al principio,
luego me sonríe abiertamente y me indica en francés las cosas que yo pido a la
frutera en español. Un kilo de naranjas, un racimo de plátanos, unas peras… ¡no
es tan difícil!.
-Algunas personas tienen muy poca memoria- digo con
intención, mirando a mi inhospitalaria vecina.
-¡Nosotros, al menos, íbamos con papeles!- me dice ella, muy
digna, y levanta la nariz.
Al salir de la frutería, la chica del niño sigue allí, y
vuelve a sonreírme. Una sonrisa de dientes blanquísimos.
-Merçi- me dice,
amablemente, antes de marcharse. A su espalda, el bebé se entretiene con un
gajo de naranja. A mi ella me parece muy joven. Debe ser de la edad de mi nieta
mayor. Quizá sólo algo mayor que yo la primera vez que me fui a Alemania.
Y, al acordarme de eso, he recordado lo que iba a hacer en un principio: comprar un
kilo de mandarinas, y luego pasarme por casa de mi hija a dejarle a mi nieta mi
viejo diccionario de alemán.
La mayor de mis nietas tiene veintitrés años, y pronto
terminará sus estudios (¡qué orgullosos estamos todos de ella! Será la primera
universitaria de la familia), pero, con cómo está la situación en el país a día
de hoy, no cree que pueda encontrar trabajo aquí, y se está planteando irse al
extranjero.
-A Alemania, abuela- me dijo-. Como tú.
Y, aunque sepa que no se va en las mismas condiciones en que
me fui yo, me da pena. ¡Mi nietecita! ¿Quién sabe si no se encontrará en
Alemania a otra mujer xenófoba y maleducada como mi vecina? Hay que tratar bien
a los huéspedes, me digo, pensando en ello. Nunca se sabe cuando te va a tocar
a ti serlo de otros.
De modo que, pienso, le llevaré el diccionario a mi nieta.
Seguramente tendrá otros diccionarios mucho mejores, y también la ayuda de
internet, pero me ha pedido que yo (sí, yo, esta vieja con su alemán pueblerino
y ya bastante oxidado) le eche una mano.
-Quizá ese diccionario tuyo sirva como una especie de amuleto
familiar- me dijo mi nieta, riéndose de esa manera suya.
Sí, le daré el diccionario “amuleto familiar”, como ella
dice, y le diré que la primera palabra que su abuela aprendió del alemán fue kartopfen.
Pues sí... parece que como se nos olvida muy fácilmente las cosas, el tiempo nos demuestra que ahora pueden ser nuestros hijos y nietos los que tomen un rumbo desconocido...A más de uno le hará falta ese diccionario. ¡Gutten Tag! tambien para tí.
ResponderEliminarLa memoria es flaca; más aún para aquellos que en algún momento llegaron a creerse que pertenecíamos al primer mundo, al de los ricos y poderosos, al de los elegidos. Mal hicimos cuando sacamos la humildad de nuestras mochilas.
ResponderEliminarEnhorabuena.