La misma mesa
camilla de mi infancia. Sobre ella, los nervios de su mano juegan con
una
pelota de goma. El tío Raimundo tiene una mirada imprecisa más allá del alféizar,
detenida en algún punto del prado que le vio nacer. Ensaya una leve sacudida de
cabeza hacia la puerta cuando la tía Conchita le anuncia mi llegada. La sala de
estar está impregnada de un olor ambulatorio.
De
golpe, mirando la flaca figura del tío desde el umbral, intento identificar en
vano a otro tío Raimundo joven, vigoroso y niñero. Soltaba unas carcajadas tan
escandalosas que la gente se daba la vuelta por la calle cuando nos llevaba a
ese parque junto al río de León. Era el “tío el de los juegos”, del
corre-que-te-pillo y de la sorpresa oculta en sus velludos puños. Un trilero
hábil que movía botes y escondía pequeños objetos de cocina ante nuestro
asombro infantil con la misma facilidad que arreglaba bicicletas desahuciadas y
collares de cuentas imposibles.
“Fue
coger la retreta* y enfermó nada más
llegar. Tu prima tuvo que adelantar su boda”, me informa la tía, la cabeza
gacha de pesar. Yo había escuchado historias similares sobre el último viaje
del emigrado a su añorada tierra. Pero tío Raimundo no tenía ganas de sucumbir
tan prematuramente. Seguro que esto no entraba en sus planes. Regresó para
ocuparse del huerto y reunir a los viejos amigos de su quinta, desperdigados
por el mundo.
Observo
que la cachava de pastor apoyada en la mesita capta la atención del tío. Arruga
la frente como un neonato ante el primer estímulo vital intentando asir el puño
con ademán vacilante. Sigue sin advertir mi presencia. Entono un saludo casi
ahogado al percibir la extrema fragilidad de sus piernas y la curvatura de su
espalda. Las vértebras se podrían palpar a través de la chaqueta del pijama. Un
hombretón reducido a la imagen de Ghandi, eso veo ante mí. “Háblale, a ver si
te reconoce”, me sugiere la tía Conchita arrastrando sus zapatillas de tela de
toalla detrás de mí para conducirme hasta la mesa. Deposita una bandeja de
dulces y dice al marido: “Mundo, que ha venido la sobrina a verte”.
Recuerdo
cada verano que he pasado en esta casa. El mes de vacaciones para los tíos era
siempre agosto. Mis hermanos y yo veníamos dispuestos a pasar unos días en
Boñar con ellos, lejos del sáhara madrileño y de la vigilancia de nuestros
padres. Nos colmaban de regalos. ¡Aquel radiocassette! Yo fui dueña del primer
aparato de doble pletina que hubo en mi barrio, allá por 1981. Fue regalo del tío.
Venía en una enorme caja que llevaba el reclamo de un fabricante japonés.
Menuda envidia levantó el regalo entre mis amigas del colegio de Madrid. Y,
¿cómo olvidar las deliciosas tabletas de chocolate que nos traían los tíos, con
esos envoltorios alusivos a montañas de ensueño y placenteras vacas? Las onzas se las rifaban entre mis hermanos y
los críos del pueblo. Qué tiempos.
Sumida
en estos pensamientos, la luz de la tarde me ofrece una versión muy avejentada
del rostro de tía Conchita. Observo que el síndrome del cuidador ha hecho mella
en ella. El tío levanta la mirada hacia la tía, receloso, cuando le trae un bol
con sopa. Tomo asiento frente a él. Entre nosotros se interpone la bandeja de
mantecados, la sopa humeante y la pelotita de goma que tío Raimundo ha olvidado
en la mesa porque ahora el cayado es su objeto de deseo. Emite algo similar a
un carraspeo y clava un ojo sobre mí (el ojo “bueno”), pero pierde de inmediato
interés en mi persona y vuelve a ocuparse de su cachava. Con sorpresa descubro que
el ojo “malo”, el de cristal azulado, sigue ahí. ¿Cómo he podido pasar por alto
el rasgo más característico de tío Raimundo? Todavía me maravilla cómo era
capaz de exhibir el ojo de cristal con ese desenfadado y sin parches.
Su
particular leyenda nos convenció por un tiempo - siendo muy niños - de que regaló
ese ojo derecho sano a un jeque árabe a cambio de un camello. El trueque me
impresionó tanto en su día que durante un tiempo no dejaba de imaginar al tío
paseando al jiboso animal por las calles de Ginebra como un trofeo. Se lo
perjuraba una y mil veces a mis compañeros de escuela: “que sí, que mi tío el
de Suiza tiene un camello suyo, se lo cambió a un árabe por el ojo derecho”. La
mentirijilla duró hasta que mi propio padre se puso un día a disertar, muy
serio, sobre el sacrificio de dejar a una hija en León al cuidado de los
abuelos, sobre la necesidad de ganarse el sustento fuera de España y, encima,
pasar por este trance: perder un ojo en el taller de montaje. “Y todo para que
los ricos luzcan sus relojes Rolex”. Mi padre siempre fue contrario a todo
artículo que le recordara el capitalismo. Para nuestros párvulos corazones –el
mío y el de mis hermanos– saber la verdad sobre el accidente laboral elevó la
figura del tío a casi categoría de héroe.
Observo
ahora que ese ojo luce más apagado, pero combina mejor con su fisonomía actual.
También la piel –antaño cetrina– ha
adquirido un extraño color hueso y unas arañas de finas venas azuladas surcan
su rostro y sus sienes. “Ya le cuesta masticar”, disculpa la tía acercando el
bol humeante al marido. Le prepara con suaves frases, como si fuera un bebé
reacio a la comida, para que la acción de deglutir sea menos penosa para él. “La
hora de tu merienda, Mundo. Y tú, niña, prueba un mantecado”.
Me
he puesto a relatar al tío Raimundo mis años de estudios en el extranjero mientras
sorbe la sopa con reticencia. La tía hace su papel de paciente enfermera
cuchara en mano. Relato a sabiendas de que él está ausente. Mi largo doctorado,
la sombría habitación en Inglaterra compartida con una estudiante griega, los
duros trabajos finales…
“Mira
tío, aquí me tienes. No me resignaba a un adiós en la distancia”. Pienso. Por
su rostro, advierto que no le interesan mis cuitas académicas, pero sigo
insistiendo en que trabajé mucho estos años – él mismo opinaba que el trabajo
es vida – y que no pude regresar de
inmediato cuando el mal ya se había instalado en su cuerpo. Mi empleo como
camarera por horas me daba para lo justo. Y, en honor a la verdad, tampoco tuve
el valor suficiente para venir a comprobar yo misma los primeros estragos de la
enfermedad.
“Pero
aquí estoy, ¿ves tío? Vengo a pasar el verano con vosotros, como antes”. Lo
digo en alto tomando su mano con cuidado como si levantara un pajarillo trémulo
del suelo. Él sigue dando sorbitos de sopa sin soltar el cayado de pastor. La
tía Conchita a duras penas esconde una ráfaga de emoción tras sus gafas de
miope. El mes de octubre les traerá la alegría de una primera nieta. Si el tío
fue capaz de aguantar hasta la boda de la hija, quizá también quiera aguardar
hasta el otoño.
*Retreta:
Jubilación o retiro, entre los emigrantes españoles en países francófonos.
Procede del verbo francés retraite.
Qué bonita historia del trueque del camello y que triste conocer la verdadera razón de la pérdida de ese ojo. Puedes estar orgullosa de habernos traído hasta aquí la historia de tu tío "Mundo".
ResponderEliminarGracias Rosi. Pues lo curioso es que es una historia con un gran trasfondo de verdad.
EliminarEnternecedora la forma de relatar ese encuentro. Brillante la descripción del ambiente. Preciosos detalles que hacen que la historia sea la historia de todos los que tuvimos tíos que tuvieron que emigrar para buscar un futuro mejor para todos. Nunca se lo reconoceremos lo suficiente.
ResponderEliminarEnhorabuena.
Gracias por vuestros comentarios. Acabo de saber que soy la 2ª clasificada. No había navegado aún por este blog y la verdad es un honor para mí este reconocimiento.Ahora tengo que leer los demás relatos...o casi mejor, me espero a la velada literaria del sábado.
ResponderEliminarNos vemos!
Nuria