A quien le pueda interesar.
Mi nombre es Abdou. Soy el hijo mayor de Abdou el Grande y nieto del muy
venerado Abdou el Viejo. Tengo treinta y cuatro años y hace apenas unos
segundos que he abierto mis venas con un cuchillo. La sangre que brota de mi
muñeca y se extiende por la tarima es espesa como la tinta con la que he
escrito durante un año, semana tras semana, las cartas a mi querida esposa Khady,
oscura como las pesadillas que pueblan mis noches y caliente como el asfalto de
esta maldita ciudad en donde nadie conoce a nadie, en donde nadie mira a los
ojos.
***
Nadie menos ella, Adama. Ella sí me miró a la cara el día en que la conocí. Hacía un calor insoportable y yo
estaba sentado en la acera, adormilado. Me puse de pie al verla y se quedó
allí, plantada delante de mí, con sus enormes ojos negros y unos dientes
blancos tan grandes que amenazaban con fugarse de su boca. Recuerdo ahora esa
mirada y también cómo se agachó y comenzó a revolver los CDs que se extendían
sobre una manta a modo de mosaico multicolor a mis pies. Mientras, yo soltaba
mi monótona letanía: un disco, dos euros; tres por sólo cinco euros. Me quedé
embobado mirando su pelo recogido en un moño sujeto por una cinta anaranjada. Miré
sus manos, sus largos dedos acariciando la mercancía, sus brazos delgados perdiéndose
bajo las mangas de la blusa color azafrán. Y no pude evitar que mi mirada
viajara hacia el triángulo de tela que enmarcaba su escote y al nacimiento de
unos senos que se intuían firmes y desafiantes. Alzó la mirada y me quedé
turbado mientras apartaba nervioso mis ojos de aquella visión que era lo más
cercano al paraíso que había visto en los últimos meses. Me vino entonces a la
cabeza, sin saber muy bien porqué, una pregunta que me hizo un policía cuando fui
detenido por primera vez. ‘Vosotros, los negros’, dijo escupiendo las palabras,
‘¿nunca os ponéis colorados?’, para soltar a continuación una carcajada sonora
y hueca que retumbaba en mi cabeza cuando, en mitad de la noche, rodeado en mi
camastro de oscuridad y de olor a sudor, me despertaba. Vosotros, los negros.
Nosotros, los amos.
Al poner las monedas en mi mano, los dedos de Adama se quedaron enredados
en los míos unos segundos que se me antojaron eternos. Sus dedos, negros como
los míos. Su piel, negra como la mía y, al mismo tiempo, tan distinta, tan
delicadamente distinta.
Aquella noche la soñé de una forma que jamás pude confesarle. Soñé su
boca ancha, soñé sus caderas rotundas, soñé su sexo abierto y abracé la dura
almohada pensando en el cuerpo de Adama, mi Adama, mi amada, besándola y apretándola
contra mí, rozándome hasta que me vacié, avergonzado, como un adolescente.
Luego lloré.
Días después supe más de ella cuando la vi pasear acomodando su paso al
de algunos hombres que caminaban por la plaza. A veces volvía a comprarme algún
disco, a veces cambiábamos algunas palabras sin sentido. Y un día me tomó de la
mano y me invitó a ir con ella.
***
Apenas me quedan fuerzas. Siento como la vida se me escapa poco a poco y los
dedos se vuelven de plomo. En un rincón está ella. Pobre Adama. Parece dormida.
Está bellísima, sentada como una marioneta a la que hubieran cortado las
cuerdas, con las palmas de las manos hacia arriba y las muñecas como las mías,
abiertas, ensangrentadas. Su cuerpo está ahí, pero ella ha viajado ya muy lejos.
Me pregunto qué siente ahora y si ha encontrado por fin las respuestas a todo
lo que deseaba saber y no fue capaz de preguntar.
Esta tarde, en el pequeño apartamento donde nos encontramos, he visto en
sus ojos toda la desesperación por la vida que no desea, todo el dolor
contenido de sus miserias. Y también su ojo amoratado, su pómulo hinchado, sus labios
abiertos a golpes y sus lágrimas rodando hacia ninguna parte. No es nada, me ha
dicho, no es nada. A veces ocurre. A veces los clientes se ponen violentos. A
veces te obligan a hacer cosas que no quieres, pero no es nada, pasará. Luego, una
súplica muda se ha asomado a sus ojos surcados por la angustia de sentirse
doblemente marginada, por ser negra, por ser puta. Nos hemos amado de forma
violenta y salvaje. Le he mordido la boca, me ha arañado la espalda, hemos gemido,
hemos gritado, hemos llorado y, sin
palabras, sólo con miradas, hemos decidido buscar un atajo con el que burlar al
destino.
Perdóname, Adama. Perdóname tú porque nadie más lo hará. Mi esposa Khady
y mis hijos, mis dos pequeños, no podrán entender jamás el que no haya
regresado a por ellos, el que no haya vuelto con las manos llenas de ilusiones
como otros lo hicieron. ¿Qué será ahora de todos? ¿Quién los cuidará? ¿Por qué abandoné mi
aldea? ¿Por qué me deje tentar por un paraíso inexistente? ¿Por qué? ¿Por qué?
Maldigo este país. Maldigo todo y a todos. A los que vinisteis a buscarme al
poblado; a los que me engañasteis con la promesa de un cielo nuevo al otro lado
del muro de alambre de espino; a los que empujasteis a viajar como un animal
aplastado entre cuerpos sudorosos y trémulos; a los que abandonasteis los
cadáveres de los que no pudieron sobrevivir a la travesía del desierto; a los funcionarios
corruptos que sobornasteis en cada frontera; a los que inventasteis las
palabras ‘sin papeles’, ‘cupos’,
‘permiso de residencia’, repatriación’; a los que os sentís dueños del
destino de los desheredados; a los traficantes de esperanzas; a los que
comerciáis con el dolor ajeno, ese dolor que se clava como una daga en el alma
cuando ves a tus hijos buscar agua arañando la tierra, cuando ves sus ojitos
apagados por la falta de un plato de lo que sea, cuando ves a tu mujer
acurrucada en un rincón con un llanto seco, cuando ves a tu padre mirando al
cielo en espera de un milagro. Sí, os maldigo a todos, hijos de Satanás, y
también reniego de los dioses del mar y de las tormentas que hicieron que
aquella noche el horizonte se quebrara con una furia infernal y que zarandeara
el cayuco, inundando de espuma helada nuestros cuerpos helados, arrastrando a
su tenebrosa oscuridad siete almas. Siete vidas. Mil sueños. Un millón de
gritos. Todo hundido en la noche más negra de todas las noches. ¡Malditos seáis!
Pero ya nada importa. El fin está cerca. Mis párpados son ahora de piedra.
Apenas puedo sujetar el lápiz. Estoy cansado, muy cansado, y tengo miedo. Mi
vida ya no es más que un reguero de gotas rojas que resbalan hacia el infierno.
Vienen a mi cabeza en este momento las historias que me contaba mi padre,
alrededor de la hoguera en los crepúsculos estrellados, sobre el viaje que
todos debemos de emprender hacia la otra orilla. Las mismas leyendas que habían
perdurado a lo largo del tiempo, pasando de una generación a otra durante
siglos. Oigo la voz de mi madre, sermoneándome por estar holgazaneando asomado
a la ventana de la choza mientras ella cocina. Escucho como vociferan los
incansables tambores en los días de ceremonia
y su eco grave multiplicado por las montañas. Veo de nuevo mi tierra
sedienta y allí, en el fondo, una silueta indefinida, rodeada de un halo de luz
con la mano tendida.
Eres tú, Kadhy. Eres tú, Adama.
Esperad,
esperad… Ya voy.
Dios mío, es buenísimo, he leído los cinco relatos finalistas y me han gustado todos, pero ya aquí es que no solo me quito el sombrero, sino que... no sé... me pongo a llorar. Es más que hermoso. Ojalá lo lea muchísima gente y sepan ponerse en el lugar de Abdou el Joven.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho también que el autor use como seudónimo el mismo nombre.
Enhorabuena y gracias, de verdad, por escribir algo que puede llegar tan hondo.
Sólo puedo decir una cosa ante tan amable comentario: gracias.
ResponderEliminarLo único que pretendía es llamar la atención sobre esas personas con las que nos cruzamos todos los días y no reciben ni tan siquiera una mirada nuestra. Simplemente, los ignoramos. Espero que quien lea el relato no pase nunca por delante de una de esas personas sin enfrentar su mirada.
De nuevo, gracias
El premio de relato ganador, a esta carta de Abdou es merecedísimo, es una historia desgarradora la que nos has traído hasta aquí. Siempre pienso que esos ojos grandes en esa tez, están encaprichados con la tristeza. He empezado a leer por tu relato y desde luego ya se adivinaba el nivel... pero leer y estremecernos es la misma cosa. Enhorabuena Carlos.
ResponderEliminarMuchs gracias por tus palabras.
ResponderEliminarPor las mismas puedo ver que has sido capaz de leer en los ojos de esas personas toda la historia de tristeza que arrastran. Que cunda el ejemplo.
Magnífico. Una historia sorprendente que te engancha desde el principio hasta el final.
ResponderEliminarAnastasio García
Buenos días y muchas gracias, Anastasio, por tu comentario. Gracias por dedicar tu tiempo a la lectura. Un abrazo
EliminarEstremecedor relato. Es una bofetada tremenda de realidad. Enhorabuena, Carlos!!
ResponderEliminarNuria G.G.
Hacia tiempo que no me emocionaba de esta manera. Mi corazón que permanece inalterable ante imágenes crueles del día a día, hoy se ha despertado de su letargo.
ResponderEliminarGracias Carlos por escribir.
Angeles