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Tengo
una idea. Bailemos un tango.
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¿Cómo?
¿Un tango? ¿Aquí? ¿Ahora?
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Sí,
un tango. Ya sabes… ese baile en el que dos personas se agarran y se mueven…- ¿cuánto hace que no bailamos,
Manuel?
Yo adivino el parpadeo
de las luces que a lo
lejos
van marcando mi retorno.
-
Pero
María….- la interrumpió, sorprendido, sin poder creer lo que estaba escuchando.
Sin embargo, se sentía dispuesto
a entregarse a las voluntades de su mujer: por esta vez no pensaría en nada más. Se olvidaría de que
nunca se le dio muy bien eso de bailar, que no sonaba música alguna a su alrededor y que quizás
alguien les viera allí, lejos de
cualquier pista de baile, comportándose como niños. Por esta vez se dejaría llevar
y lo haría por su esposa, aunque en cualquier otra circunstancia le hubiera
parecido una locura.
-
Vamos,
Manuel, nada me apetecería más que…- no pudo terminar la frase. El brazo firme
de su marido había culebreado ágil hasta su cintura. Con el dedo índice de la
otra mano le estaba acariciando los labios invitándole a no decir nada más.
Son las mismas que
alumbraron,
con sus pálidos reflejos
hondas horas de dolor.
-
Shhh-
replicó Manuel silenciando cualquier palabra que pudiera interponerse ante sus
intenciones; se acercó al oído de María, “su María” desde hacía cuarenta años y
le susurró con infinito cariño- ¿Me concedería usted este baile?
Sin evitar sonrojarse,
ella asintió sin romper aquel silencio mágico, dejando escapar una dulce
sonrisa de satisfacción por debajo de la nariz.
Y aunque no quise el
regreso,
siempre se vuelve
al primer amor.
Llevaban meses tan
sumergidos en un agotador peregrinaje entre médicos y hospitales que les costó
reconocer al uno el cuerpo del otro. Bastaron, sin embargo, apenas unas
primeras notas de aquella melodía imaginaria para que las alegrías y penas
compartidas y el profundo amor que les unía les llevaran a danzar como si
fueran uno sólo en aquella habitación aséptica y gris de la planta de
oncología.
La quieta calle
donde el eco dijo:
“tuya es su vida, tuyo su
querer”.
Cuando Susana fue a entrar
en la 504 para los controles rutinarios previos a la intervención se encontró a
la paciente abrazada a su marido.
Le había costado aprender
a ver en esos momentos algo que no fuera el miedo haciéndose un hueco en el que instalarse, una despedida a
la que nadie quiere poner nombre. Y sin embargo, allí estaba, con el vello de
punta, recostada en el marco de la puerta, testigo del espacio más pequeño y
más grande entre dos personas, viendo cómo un
hilo de esperanza les unía para siempre. El cariño con el que aquel
hombre agarraba a su mujer, la calma que
le transmitía ella con su sonrisa y los
ojos cerrados le impedían entrar en la
habitación.
Bajo el burlón mirar de
las estrellas
que
con indiferencia hoy me ven volver.
Antes de retroceder y
dejarles unos minutos más a solas, empapándose el uno del otro, Susana pudo ver
cómo desplegaban, como alas, los brazos. La mujer parecía erguirse por encima
de la enfermedad y el cansancio; empezaron
a deslizarse con profunda dulzura sobre
el suelo, a un mismo tiempo, como siendo uno sólo. Un tango.
Volver,
con la frente marchita, las nieves del tiempo
platearon mi
sien.
Cegada por la ilusión de
poder hacer a dos personas un poco más felices, sacó el teléfono móvil del
bolsillo de su bata blanca y estéril. Lo dejó a los pies de la cama, con la voz
de Gardel convertida en apenas un
susurro.
Sentir que es un soplo la vida,
que veinte años no es nada,
que febril la mirada
errante en las sombra
te busca y te nombra.
Sin darse cuenta de la
presencia de la buena samaritana, la pareja siguió bailando a expensas de la
incredulidad de quienes caminaban por el
pasillo, olvidándose del desasosiego mezquino que les esperaba tras la puerta
del quirófano.
María, descalza, dibujaba
con su pie círculos aterciopelados; Manuel, sin separar la mejilla de la sien
de su esposa, entrelazaba en ellos sus pasos
mientras dejaba revolotear su
ilusión, imaginando que era capaz de detener el tiempo.
Vivir, con el alma aferrada
a un dulce recuerdo,
que lloro otra vez.
En los compases de aquel tango improvisado se
disipaba el día en el que, con dedos trémulos, María tropezaba con una pequeña
desesperanza de dos centímetros.
Tengo miedo del encuentro
con el pasado que vuelve
a enfrentarse con mi vida.
Con cada paso se iban
alejando de la absurda tumoración que, a pesar de robarle uno de sus turgentes
pechos, no había conseguido partir su
feminidad en dos.
Manuel, que había visto
deshojarse los rizos oscuros de su esposa, seguía viendo en ella a una princesa y,
sosteniéndola con delicada firmeza, se empapaba de las ganas de vivir que la
caducidad de uno de sus pechos otoñales no había conseguido desvanecer.
Tengo miedo de las noches
que, pobladas de recuerdos,
encadenan mi soñar.
Para cuando Gardel
terminara su tango, Manuel y María ya se habían prometido que todo saldría
bien, que volverían a verse pronto, con las ilusiones intactas y un nuevo baile
pendiente.
Pero el
viajero que huye,
tarde o temprano detiene su andar.
Susana no tardó en entrar
de nuevo a la habitación. Recogió su teléfono, acompañó a la paciente a
sentarse en la silla de ruedas y, mientras la llevaba al quirófano, se le
ocurrió preguntarse si la vida no es acaso eso, un tango en el que sólo debemos
dejarnos llevar…
Y aunque el olvido que todo destruye,
haya matado mi vieja ilusión,
guardo escondida una esperanza humilde,
que es toda la fortuna de mi corazón.
Es muy bonito, me ha emocionado. Felicidades
ResponderEliminarEs curioso... en esas habitaciones donde todo es posible, los profesionales no dejan de sorprenderse, eso si, bajo el silente respeto que merece el momento y aprendiendo de todo cuanto de ellas y de sus ocupantes se derrama... y no solo en oncologia, hay muchas zonas de un hospital, mucho mas olvidadas y no por ello menos cargadas de momentos quizás histrionicos, quizás sentidos, quizás...
ResponderEliminarBuen relato, es difícil pensar en ciencia-ficción al leerlo, si lo es enhorabuena por saberte poner en ese lugar y plasmarlo con tal magnitud y si no lo es, enhorabuena por haberlo vivido, en cualquiera de los tres papeles.