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11/6/15

2º CLASIFICADO: MUCHA CEBOLLA . AUTORA: PALOMA HIDALGO DÍEZ


Acuérdate, era martes, y regresabas de llevar al niño a su clase de inglés. Viste el cartel por casualidad, cuando empezó a llover y te refugiaste en la marquesina de la parada del autobús, pensando que sería un chaparrón. Allí estaba. Rodolfo, profesor de baile, especialista en tangos y boleros. Clases a medida. Anímate y prueba, sin compromiso. Cogiste uno de los tres papelitos que quedaban con el número de contacto, y lo guardaste en el bolsillo trasero del vaquero. Y sin querer, comenzaste a tararear algo, que de haber tenido buen oído, debía haberse parecido al bolero que tarareaba tu madre cuando preparaba tortilla de patatas y echaste a andar. La banda sonora de las cenas de tortilla y ensalada de tu infancia en tus labios, y cientos de gotas, que no sentías, recuérdalo, repiqueteando sobre tu cabeza. Llegaste empapada, pero contenta. Con una sonrisa sutil colgada de los labios que te sorprendió en el espejo del cuarto de baño.
Tardaste más de una semana en decidirte. En descolgar el teléfono. En escuchar la sugerente voz de Rodolfo, y en aceptar una clase de  prueba en tu casa otro martes, mientras tu hijo pequeño se esforzaba en aprender la lengua de Shakespeare, tu hija estaba en la facultad, y tu marido en la oficina. Pensaste que era argentino, aunque resultó ser uruguayo; le imaginaste moreno, cuando en realidad su pelo castaño claro y ensortijado le quedaba muy bien. Pero acertaste en el color de ojos, negro, un par de carbones que tiznaron, paradójicamente, de rojo tus mejillas. Lo que nunca habrías imaginado, el perfume de sándalo y madera que despedía su piel, fuera sin embargo lo que te rendiría; al momento de respirarlo  sabías, porque en tu interior  ya ardía algo, que le ibas a contratar. Antes incluso de que sonase en el equipo de música que trajo consigo el primer compás del bolero; del bolero con el que tu madre preparaba sus tortillas. Antes también de que sus pies acariciaran tu parqué.  Y antes, mucho antes, de que sus manos se adueñaran de tu cintura.
Rebusca en la memoria las semanas que siguieron. Hazlo, por favor. Revuelve los recuerdos, y déjalos flotar ingrávidos. Los martes pasaron a ser tu día favorito. Y la tortilla y la ensalada, las estrellas de las noches de los miércoles y de los sábados. Te sentiste guapa un par de veces, puede que tres, al pintarte los labios de rojo, tras recogerte el pelo y dejar al descubierto esa nuca que Rodolfo te hacía calentar antes de cada clase. Te lo merecías, no seas tonta. Te merecías bailar un tango con la pasión que él  contagiaba. Tu piel necesitaba emborracharse con las letras desgarradas de los tangos que escogía para levitar contigo al son del bandoneón. Tus pies, perderse entre los suyos. Tu cuerpo, las quebradas y las caminatas, los cortes y los abrazos estrechos, los firuletes escuchando  el susurro de cuerpo al lado del tuyo. Ahora lo sientes de nuevo, claro. Cierra los ojos y déjate llevar hasta los martes de pelvis adheridas al ritmo de bolero, de pasitos cortos acompasados; hasta respirar la música como entonces. Al bailar volviste a ser tú, esa tú vibrante y sin ojeras que ya no  veías en el espejo cada mañana. Y te gustó.
Tu rutina se lustró con el betún incoloro de las fantasías.
De seis y media a siete y cuarto, cada martes, bailando abrazada a Rodolfo te acostumbraste a soñar despierta. Te despertaste de golpe el día que te preguntó si durante las vacaciones de Semana Santa, ya próximas en el calendario, querías que siguiera viniendo. Habías olvidado que el tiempo seguía guillotinando los minutos como siempre, aunque resonaran en tu salón Aníbal Troilo o Libertad Lamarque, Los Panchos o Lucho Gatica. Y sí, claro que recuerdas que fue un domingo, mientras tu marido veía como perdía su equipo de fútbol en ese mismo salón, cuando tomaste la decisión de llevar ese juego de seducción controlada del baile un poquito más allá. O un muchito. O más aún. Que saliste a tirar la basura pensando  en arreglarte el vestido de tirantes negro, en los zapatos de charol y en comprarte en el mercadillo al día siguiente una flor roja, que enredar en tu pelo. ¡ Tú que decías que el rojo no te favorecía! Y en pedir cita en la peluquería de la esquina, los bucles, todo el mundo te lo dice, te sientan mucho mejor que el pelo liso; y pensaste en su voluptuosidad esparcida sobre tus hombros y tu nuca.
Todo, ese martes, parecía empujarte a consumar tus planes: tu hija y sus ganas de ir al cine con una amiga a la salida de la facultad; la necesidad imperiosa del pequeño de quedarse a dormir en casa de uno de sus compañeros de inglés, con la excusa de hacer un trabajo de final de curso, y las horas extra de  tu marido, que llamó a medio día para decirte que iba a llegar tarde, quizás a tiempo de cenar. Las monedas también caían de cara, pensaste al ponerte el vestido, tras dejar a tu hijo en su academia,  y  no hubo dudas en tu mano cuando escogió el perfume, y no el agua de colonia de lavanda de diario, ni cuando instalaste el compact disc de Piazzolla en tu reproductor; aunque luego, a bote pronto, te apeteciera recibirle con un bolero de los Panchos, " Sin ti", para que fuera abriendo boca, y ojos, sobre todo ojos.
Y llegaron las seis y veintinueve mientras te pintabas de rojo la boca ansiosa por conocer el roce de la suya. A y media, puntual, sonó tu timbre. El corazón amenazaba con salírsete del pecho, pero le convenciste para que no te abandonara precisamente entonces, y a su ritmo, te encaminaste a la puerta.
Como siempre, Rodolfo, besó tu mano y colgó una sonrisa de sus ojos de noche sin luna. Elogió el bolero elegido, pero te propuso empezar con algo que no conocías, "Un arco iris en el alma", un tango de Juan Darthés, para el calentamiento.  Y pensaste, ¿aún más? ¿Era posible encenderse aún más? Si te ardía la piel, si los labios quemaban, si en tus pupilas efervescentes se entibiaba ya su rostro amable. Recuérdalo, sí era posible, tu sangre más caliente aún, te recordó que estabas viva, a mil kilómetros de esa rutina que te estaba apagando.
Y comenzasteis a bailar, Rodolfo recorrió tu espalda con su mano hasta ubicarla en ese punto justo que te convertía en tu otro tú. Retuvo tu mano en la suya unos instantes y antes de que te dieras cuenta, tu cuerpo se enredaba con el suyo, tu perfume se amalgamaba con el de él, y tus labios buscaban los suyos. Ante tu intemperancia, tu profesor, se detuvo. Te hubiera gustado desaparecer, atomizarte, licuarte en un charco de sudor y lágrimas; pero seguiste allí, frente a él mientras te pedía disculpas si algo en su actitud te había hecho pensar que él te deseaba. Aunque al minuto te escuchaste excusándote por desearle tú, aún no tenías claro si debías pedírselas, que las fantasías que nacen con vocación de realidad no tienen la culpa de que el destino se ría de ellas. Pero lo hiciste y basta. Para Rodolfo y sus tendencias sexuales tú eras mucha hembra, demasiada. Te lo tenías que haber imaginado, lo debías haber visto, pero no hay mejor ciego que el que no quiere ver. Como no hay peor enemigo que uno mismo.
Cuando se fue, sin cobrarte los honorarios del mes, en un gesto vano de compensarte, buscaste a Enrique Santos Discépolo y su "Cambalache" para cambiar tu vestido negro por el chándal gris, recoger tus bucles en una coleta baja, a la altura de la nuca que ya no volverías a estirar,  sustituir el carmín por cacao, y rociarte de agua de lavanda de arriba a abajo. Y de izquierda a derecha.
Y vuelve a tu vida.
Convéncete, eso fue todo, y nada. Porque fue nada.
 Mírate, ya vuelves a ser tú, ese tú que luce ojeras y delantal y escucha " La Barca" cuando prepara la tortilla de patatas, y la tararea como hacía su madre. Y llora todo lo que quieras, que estás picando cebolla. Mucha cebolla.



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