Acuérdate, era martes, y regresabas de
llevar al niño a su clase de inglés. Viste el cartel por casualidad, cuando
empezó a llover y te refugiaste en la marquesina de la parada del autobús,
pensando que sería un chaparrón. Allí estaba. Rodolfo, profesor de baile, especialista
en tangos y boleros. Clases a medida. Anímate y prueba, sin compromiso. Cogiste
uno de los tres papelitos que quedaban con el número de contacto, y lo
guardaste en el bolsillo trasero del vaquero. Y sin querer, comenzaste a
tararear algo, que de haber tenido buen oído, debía haberse parecido al bolero
que tarareaba tu madre cuando preparaba tortilla de patatas y echaste a andar.
La banda sonora de las cenas de tortilla y ensalada de tu infancia en tus
labios, y cientos de gotas, que no sentías, recuérdalo, repiqueteando sobre tu
cabeza. Llegaste empapada, pero contenta. Con una sonrisa sutil colgada de los
labios que te sorprendió en el espejo del cuarto de baño.
Tardaste más de una semana en decidirte.
En descolgar el teléfono. En escuchar la sugerente voz de Rodolfo, y en aceptar
una clase de prueba en tu casa otro
martes, mientras tu hijo pequeño se esforzaba en aprender la lengua de
Shakespeare, tu hija estaba en la facultad, y tu marido en la oficina. Pensaste
que era argentino, aunque resultó ser uruguayo; le imaginaste moreno, cuando en
realidad su pelo castaño claro y ensortijado le quedaba muy bien. Pero
acertaste en el color de ojos, negro, un par de carbones que tiznaron,
paradójicamente, de rojo tus mejillas. Lo que nunca habrías imaginado, el
perfume de sándalo y madera que despedía su piel, fuera sin embargo lo que te
rendiría; al momento de respirarlo sabías, porque en tu interior ya ardía algo, que le ibas a contratar. Antes
incluso de que sonase en el equipo de música que trajo consigo el primer compás
del bolero; del bolero con el que tu madre preparaba sus tortillas. Antes
también de que sus pies acariciaran tu parqué. Y antes, mucho antes, de que sus manos se
adueñaran de tu cintura.
Rebusca en la memoria las semanas que
siguieron. Hazlo, por favor. Revuelve los recuerdos, y déjalos flotar
ingrávidos. Los martes pasaron a ser tu día favorito. Y la tortilla y la
ensalada, las estrellas de las noches de los miércoles y de los sábados. Te
sentiste guapa un par de veces, puede que tres, al pintarte los labios de rojo,
tras recogerte el pelo y dejar al descubierto esa nuca que Rodolfo te hacía
calentar antes de cada clase. Te lo merecías, no seas tonta. Te merecías bailar
un tango con la pasión que él
contagiaba. Tu piel necesitaba emborracharse con las letras desgarradas
de los tangos que escogía para levitar contigo al son del bandoneón. Tus pies,
perderse entre los suyos. Tu cuerpo, las quebradas y las caminatas, los cortes
y los abrazos estrechos, los firuletes escuchando el susurro de cuerpo al lado del tuyo. Ahora
lo sientes de nuevo, claro. Cierra los ojos y déjate llevar hasta los martes de
pelvis adheridas al ritmo de bolero, de pasitos cortos acompasados; hasta
respirar la música como entonces. Al bailar volviste a ser tú, esa tú vibrante
y sin ojeras que ya no veías en el
espejo cada mañana. Y te gustó.
Tu rutina se lustró con el betún
incoloro de las fantasías.
De seis y media a siete y cuarto, cada
martes, bailando abrazada a Rodolfo te acostumbraste a soñar despierta. Te
despertaste de golpe el día que te preguntó si durante las vacaciones de Semana
Santa, ya próximas en el calendario, querías que siguiera viniendo. Habías
olvidado que el tiempo seguía guillotinando los minutos como siempre, aunque
resonaran en tu salón Aníbal Troilo o Libertad Lamarque, Los Panchos o Lucho
Gatica. Y sí, claro que recuerdas que fue un domingo, mientras tu marido veía
como perdía su equipo de fútbol en ese mismo salón, cuando tomaste la decisión
de llevar ese juego de seducción controlada del baile un poquito más allá. O un
muchito. O más aún. Que saliste a tirar la basura pensando en arreglarte el vestido de tirantes negro,
en los zapatos de charol y en comprarte en el mercadillo al día siguiente una
flor roja, que enredar en tu pelo. ¡ Tú que decías que el rojo no te favorecía!
Y en pedir cita en la peluquería de la esquina, los bucles, todo el mundo te lo
dice, te sientan mucho mejor que el pelo liso; y pensaste en su voluptuosidad
esparcida sobre tus hombros y tu nuca.
Todo, ese martes, parecía empujarte a
consumar tus planes: tu hija y sus ganas de ir al cine con una amiga a la
salida de la facultad; la necesidad imperiosa del pequeño de quedarse a dormir
en casa de uno de sus compañeros de inglés, con la excusa de hacer un trabajo
de final de curso, y las horas extra de tu marido, que llamó a medio día para decirte
que iba a llegar tarde, quizás a tiempo de cenar. Las monedas también caían de
cara, pensaste al ponerte el vestido, tras dejar a tu hijo en su academia, y no
hubo dudas en tu mano cuando escogió el perfume, y no el agua de colonia de
lavanda de diario, ni cuando instalaste el compact disc de Piazzolla en tu
reproductor; aunque luego, a bote pronto, te apeteciera recibirle con un bolero
de los Panchos, " Sin ti", para que fuera abriendo boca, y ojos,
sobre todo ojos.
Y llegaron las seis y veintinueve mientras
te pintabas de rojo la boca ansiosa por conocer el roce de la suya. A y media,
puntual, sonó tu timbre. El corazón amenazaba con salírsete del pecho, pero le
convenciste para que no te abandonara precisamente entonces, y a su ritmo, te
encaminaste a la puerta.
Como siempre, Rodolfo, besó tu mano y
colgó una sonrisa de sus ojos de noche sin luna. Elogió el bolero elegido, pero
te propuso empezar con algo que no conocías, "Un arco iris en el
alma", un tango de Juan Darthés, para el calentamiento. Y pensaste, ¿aún más? ¿Era posible encenderse
aún más? Si te ardía la piel, si los labios quemaban, si en tus pupilas efervescentes
se entibiaba ya su rostro amable. Recuérdalo, sí era posible, tu sangre más
caliente aún, te recordó que estabas viva, a mil kilómetros de esa rutina que
te estaba apagando.
Y comenzasteis a bailar, Rodolfo
recorrió tu espalda con su mano hasta ubicarla en ese punto justo que te
convertía en tu otro tú. Retuvo tu mano en la suya unos instantes y antes de
que te dieras cuenta, tu cuerpo se enredaba con el suyo, tu perfume se
amalgamaba con el de él, y tus labios buscaban los suyos. Ante tu
intemperancia, tu profesor, se detuvo. Te hubiera gustado desaparecer,
atomizarte, licuarte en un charco de sudor y lágrimas; pero seguiste allí,
frente a él mientras te pedía disculpas si algo en su actitud te había hecho
pensar que él te deseaba. Aunque al minuto te escuchaste excusándote por
desearle tú, aún no tenías claro si debías pedírselas, que las fantasías que
nacen con vocación de realidad no tienen la culpa de que el destino se ría de
ellas. Pero lo hiciste y basta. Para Rodolfo y sus tendencias sexuales tú eras
mucha hembra, demasiada. Te lo tenías que haber imaginado, lo debías haber
visto, pero no hay mejor ciego que el que no quiere ver. Como no hay peor
enemigo que uno mismo.
Cuando se fue, sin cobrarte los
honorarios del mes, en un gesto vano de compensarte, buscaste a Enrique Santos
Discépolo y su "Cambalache" para cambiar tu vestido negro por el
chándal gris, recoger tus bucles en una coleta baja, a la altura de la nuca que
ya no volverías a estirar, sustituir el
carmín por cacao, y rociarte de agua de lavanda de arriba a abajo. Y de
izquierda a derecha.
Y vuelve a tu vida.
Convéncete, eso fue todo, y nada. Porque
fue nada.
Mírate,
ya vuelves a ser tú, ese tú que luce ojeras y delantal y escucha " La
Barca" cuando prepara la tortilla de patatas, y la tararea como hacía su
madre. Y llora todo lo que quieras, que estás picando cebolla. Mucha cebolla.
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