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11/6/15

3º CLASIFICADO: QUE UN HOMBRE MACHO NO DEBE LLORAR.. AUTORA: ISABEL FERNÁNDEZ-ARROYO SÁNCHEZ-MIGALLÓN


El ensayo empieza a las 9. Tengo que comer algo dejando una hora y media para la digestión y para que mi equilibrio sea idóneo. Son las seis y media y no he dormido casi nada.
Ella me vuelve loco.
Flexiono la columna hacia atrás y me doblo sobre el estómago para conseguir ablandar mi cuerpo. Suelto los brazos como quien se quita un bicho con miedo, pero sigo tenso porque ella me vuelve loco.
Ayer me llamó para quedar. Hay cosas que debemos mejorar. Movimientos deliberados y sobretodo conseguir que la emoción se evidencie, hemos de hacer espectáculo de algo tan intenso como es el amor y los celos, el odio, la salvaje y exquisita muerte.
El viernes estuve a punto del colapso. Golpeo recordando, la cabeza contra la pared como castigo a tanto desvarío y a esta falta de control sobre los pies y las manos, sobre mi lengua que lame cada soplo con que me calienta al apretarnos.
Cuando llegué la vi sentada en el banquillo, estaba casi desnuda, se masajeaba las plantas de los pies y los tobillos, y el pecho caía sobre las piernas con el peso exacto de mi propio deseo. Decidí mirar hacia el espejo para recuperarme, para reconocerme, para eliminar todo su fuego de mi estómago.
Siga un consejo, no se enamore y si una vuelta le toca hocicar, fuerza canejo, sufra y no llore, que un hombre macho no debe llorar…”cantaba Gardel y nos preparamos en esa parte, para seguir bailando como si hubiéramos empezado en la primera nota. Acordamos comenzar el baile en distintos tiempos de la canción para saber retomar si nos perdíamos. Desde luego que era el ejercicio que más me convenía porque yo bailaba perdido siempre.
Le rocé la cintura y ella se volvió con la boca medio abierta, bajándome la mano por la espalda, con los ojos entrecerrados muerta de amor (en la óptima interpretación de un profesional), acercó su frente a la mía mientras que su pie derecho pasaba exactamente, sin roce, entre los míos y con un violento golpe me desplazó la pierna.
Después trepó sobre mi rodilla y un balanceo imposible nos hizo parecer uno.
Si alguien me pide que describa ese momento habría de dirigirme al más erudito psicólogo, al más consagrado antropólogo, al más brillante poeta y estoy seguro que lo haría de pena sin sentirlo. Las emociones son indescriptibles, no hay palabra ni forma gráfica que exhiban exactamente su identidad.
El baile se ha convertido para mí en un combate, a menudo me reprocha la fuerza innecesaria en algunos pasos. No lo entiende y yo no puedo explicárselo. El deseo de besarla en cada aproximación se torna una valentía de gladiador para rechazar mi propio instinto.
Es el olor, el calor de las caderas que son mías dentro de este contrato mercantil que descarta el desorden. Es la fría técnica que me recuerda hasta dónde han de llegar mis posibilidades. Es la valentía con que su presencia se convierte en solo un movimiento.
Sigo como un hipnotizado sus puntos ilíacos y huelo la nuca que me ofrece en una negación planeada de hembra desdeñosa y a la vez sumisa.
Me giro tosco, como un dios indignado, esperando su regreso de un par de metros y ofrezco la boca, perdiendo el beso, lamentando que solo sea un baile que se queda en la sangre.
Hubo un día hace unos meses, en uno de esos momentos en los que uno decide tirarse desde el cielo más alto, que estuve a punto de confesarle mi ambicioso deseo de quererla más allá de lo humano, había simulado mi actuación cientos de veces en casa. Lo repetí hasta saber de forma exacta en qué momento debía mover las pestañas…
-…Isabel… no sé si te has dado cuenta de lo que siento. Creo que es desde el primer día, sí, desde ese día que nos encontramos en la selección. (Tú movías los pies como si todo lo que te importara fuese bailar o conseguir un sueldo tirano.
Pasamos el día entero dentro de una sala, cambiamos de pareja unas doscientas veces, ciento noventa y nueve para mí fueron huérfanas de pasión, y me maldije por haberme dejado llevar, yo que sabía exactamente cuál era la radiografía de un tango y sus consecuencias. Yo que volvía cada noche a casa seguro y desconcertando al amor, porque el amor ya me esperaba, con la mesa puesta, con la cama blanca y un futuro hambriento).
Isabel… no sé si te has dado cuenta de lo que siento…
Sobrevoló esta frase mareándome mientras la miraba, acuchillando mis sienes, sintiendo en la garganta el fuerte golpeteo del corazón.
Isabel… no sé si te has dado cuenta… que no sincronizamos la tercera vuelta…

Y ella se quedó mirando, seria, pusilánime, aceptando que la cobardía es la más humana de las reacciones y que hombres y mujeres pierden trenes por miedo a que las hélices dejen de girar, a perder pájaros si cambian de paraísos. 

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