Jueves,
12 de mayo de 2005. 11,25 de la mañana. Me encuentro en la puerta de embarque
D-58 de la Terminal 2 del aeropuerto de Barajas, a la espera de tomar un vuelo
con destino a la isla de Gran Canaria. Entre el denso trasiego, fijo la mirada en
una figura menuda, un bigote universal, un pelo blanco inmaculado... ¡Es
Gabriel García Márquez! Y va a pasar cerca de mí.
En
el corcho de una sala del Servicio de Urgencias de Atención Primaria de Segovia,
la doctora Carmen Castaño ha pinchado una cita que habla de las ocasiones
perdidas: “Uno recordará siempre a la muchacha a la que nunca declaró su amor,
al grupo que nunca oyó tocar en directo, al ponente al que no se acercó... La
lista se hará muy larga, pero hay que evitar que lo sea demasiado”. Por
timidez, inseguridad o pudor, han sido muchos los momentos importantes que no
supe atrapar al vuelo; y tengo la convicción de que la vida se resume a cuatro
emociones… y poco más. Esta vez no; hoy no me quedo parado, viendo cómo se me
escapa otra vivencia irrepetible.
Con
respeto ceremonioso, me lanzo: “Don Gabriel, maestro, ¿me permite que estreche su
mano?” Clavo mis ojos en los suyos y aprecio, según extiende sus brazos, que
acepta mi ruego. A partir de aquí me dejo guiar por el lenguaje de los ojos y
no presto atención a los detalles formales: no sé si viste camisa o chaqueta,
si lleva bolsa de viaje o maleta, tampoco me fijo en quién le acompaña... Sin
escalón intermedio, me tiro de golpe al trato cálido y cercano: “Gabo,
compañero, no sé cómo darle las gracias por haberme llenado la cabeza de sueños
y marcarme la senda por la que camina el universo de las palabras. Siempre que
tengo algo que contar, escribo.” Y, como un torrente, le hablo de una fiesta
singular en Panamá, con Omar Torrijos como anfitrión, Felipe González, Enrique
Sarasola, el Negro Betancourt y él mismo.
-Eso
fue en El Farellón, la residencia de Omar ¿Y usted dónde estaba para conocer ese
suceso?
-¡Qué
más hubiera deseado yo que haber estado allí, maestro! Me lo contó Enrique Sarasola,
y Felipe González completó algunos detalles.
Con
sonrisa amable, le pregunto si sigue enfadado con Felipe, y no se incomoda: “No
he tenido tiempo de estar con él, le veré en el próximo viaje”. Deduzco, pues,
que ha estado en España y que va a tomar un vuelo de regreso a Colombia o a su
residencia habitual, en la ciudad de Méjico. Me complace que la aireada distancia
entre ambos no sea tal. Brevemente, lamentamos la reciente muerte de Sarasola;
y ahora es el escritor quien me pregunta: “¿Conoció usted a ese indiano? Era un
personaje singular; tenía gracia cantando boleros”.
-Ya
lo creo, maestro, durante un tiempo nos reímos mucho juntos; en cualquier
sobremesa, sobre todo si había alguna mujer bella de por medio, le gustaba
rematar con aquello de “"Túúúú me acostumbraste/a todas esas
cosaaaaaaaaas”. No necesitaba orquesta ni micrófono, le bastaba con un mechero
o un vaso vacío. Me consta que también cantó en la velada de Panamá. Me la
contó tantas veces y con tanta pasión que podría recrearla en un par de minutos.
¿Le importuno?
-No. Aún
tengo tiempo para el embarque; me despierta curiosidad saber cómo recordaron
aquello esos dos huevones. Le escucho.
-Según me contaron, fue
en mayo de 1979, después de que Felipe González cogiera un tremendo rebote y
dimitiera como secretario general del PSOE, en un congreso del partido bastante
movido. Al día siguiente, se marchó con Sarasola a Panamá, donde les esperaba
Omar Torrijos; usted apareció a los pocos días, procedente de La Habana, con
sendas cartas de Fidel Castro para Omar y Felipe, y cargado de regalos: una
caja con seis botellas de Havana Club y otra de Cohíbas.
-Cierto; los habanos
llevaban la bandera de Panamá y el nombre de Torrijos en la vitola. A Fidel le
ha gustado siempre cuidar esos detalles con su gente cercana. El ron era un
añejo, reserva especial.
-Sigo, Omar andaba
entonces rematando los flecos del tratado del canal con los Estados Unidos y
estaba muy contento con el resultado. Organizó una cena en su residencia del
Farellón, donde entre todos le pegasteis un buen repaso a Felipe para que
retomara cuanto antes la dirección del PSOE, en especial Betancourt, el
secretario de Torrijos, que era un tipo muy agudo para los análisis políticos.
Tras los postres, el
anfitrión levantó una copa de champagne y formuló el deseo de poder ver a su
“ahijado” Felipe como presidente de España; el segundo brindis fue para que usted
recibiera pronto el Nobel. Luego, usted entonó un son cubano y se marcó unos pasos
de baile, simulando, con la parte delantera de su camisa cimbrear a una
imaginaria pareja. Ahí le dieron a Sarasola que, a falta de micrófono, tomó una
copa vacía de la mesa y comenzó a cantar un bolero de Lucho Gatica: “Dicen que
las distancia es el olvidooo…” Y antes de terminarlo, enlazó con otro de Nat
King Cole, imitando su voz y sus gestos: "Ansiedad, de tenerte en mis brazos/musitando… palabras de
amor”.
En la terraza, unas
camareras preparaban un buffet con bebidas. Betancour se apartó a un sofá para
seguir hablando con Felipe, que encendió un Cohiba. Omar se pasó al añejo
cubano. Usted se dirigió a una de las camareras y, tomando sus manos, le cantó
meloso y grave: "Dame tus manos, vennn, toma las míííaasss..." Sarasola
completó el peculiar dúo: "Que te voy a confiaarrr las ansias
míííaasss..."
-No va usted muy
descaminado. Poco más o menos, así ocurrió, aunque hubo más boleros; una vez
que el pendejo de Sarasola empezaba a cantar, no tenía freno. Me agrada
recordarlo.
-¡Seguro! Él me dijo
que entonces usted dejó de simular el baile con su guayabera y atrajo con
ceremoniosos ademanes a la otra camarera, para embarcarla en la danza del
acaramelado bolero, al tiempo que le susurraba al oído: "Y esas palabras
sooon:/¡Cómo me guussstaasss!"
Mientras tanto, los
destellos de una tormenta comenzaron a iluminar las aguas del Pacífico. De
repente, comenzó a llover con sonora intensidad. Omar y usted se animaron
mutuamente a bañarse. Tras unas bromas sobre quién tenía mayor necesidad de
espabilar la borrachera, Omar, que era mucho más corpulento que usted, le cogió
en brazos y le llevó en volandas hasta la playa. Después de algunos chapoteos y
despojarse de las guayaberas, regresaron ambos dando atropelladas zancadas por
la arena. Al llegar a la pradera, se dejaron caer, boca arriba, con los brazos
extendidos. Cantaron y rieron durante unos minutos, como si la cálida lluvia
recargara sus sobradas dosis de felicidad y alegría. Sarasola, desde el porche,
contemplaba el espectáculo y apuraba su enésimo "cubalibre".
Al día siguiente, los
españoles regresaron a España. En septiembre, Felipe fue elegido de nuevo
secretario general de su partido, en un congreso extraordinario. En 1981, la
avioneta de Torrijos se precipitó inesperadamente en la jungla, muriendo los
seis ocupantes. En octubre de 1982, el PSOE ganó las elecciones generales por
mayoría absoluta. Ese mismo año, en diciembre, usted recibió el Premio Nobel de
literatura; y a pesar de la rigurosa etiqueta sueca, se presentó al solemne
acto ataviado con el tradicional liqui liqui colombiano. Betancourt no pudo
llorar la muerte de su compadre Omar ni celebrar en 1982 los días de gloria de
Felipe, en Madrid, y de usted, en Estocolmo, pues murió en 1980, cuando su
cirrosis hepática se le complicó con un fulminante tumor de páncreas.
Sarasola falleció hace
poco más de dos años, a causa de las metástasis de un cáncer de vejiga, aquí,
en Madrid. Cuentan los sanitarios del Rubert Internacional que no paró de
cantar boleros hasta el final.
-Así es, desgraciadamente;
ya sólo quedamos Felipe y yo. La vida es muy corta.
Mira su
reloj. Antes de que esboce la obligada despedida, me anticipo y cuido mi adiós:
“Que los Dioses te den mucha salud, compañero”. Me inclino con la
intención de asir sus dos manos, pero enseguida se suelta para darme un abrazo
cálido, al que me entrego. A un par de metros, Marisa ha contemplado la
entrevista y luego ríe, con gesto cariñoso, al verme tan nervioso e iluminado.
Una
vez acomodado en el asiento del avión, estoy como ausente, flotando en una nube
y reviviendo mentalmente cada detalle del encuentro excepcional. Antes de
despegar, no puedo frenar el impulso de llamar con el móvil a un escritor amigo,
para compartir con él la emoción.
Gran Canaria es una isla de
ensueño, que baila entre lo real y lo fantástico, algo así como el Macondo
mágico de Cien años de soledad, fruto
del genio creador de García Márquez. La isla ha cambiado y nosotros también, pero
eso no impide que Marisa y yo, treinta años después de nuestra luna de miel,
volvamos a ser razonablemente felices durante estas cortas vacaciones. Corrijo a
Joaquín Sabina cuando en uno de sus boleros canallas dice: “En Macondo
comprendí/que al lugar donde has sido feliz/no debieras tratar de volver”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario