Se acercó como cada día al buzón y abrió la
portezuela. Miró su interior al tiempo que sentía una extraña incomodidad, ese
tipo de desazón que nos provoca el presentir una mirada clavada en la nuca, y
giró la cabeza esperando encontrar alguien a su espalda, pero tras de sí sólo
estaban las plantas de siempre reflejándose en el espejo de siempre. Volvió sus
ojos al buzón e introdujo la mano para extraer todo su contenido, cuando allí,
en el fondo, se diría que intimidado entre cartas de bancos y folletos
propagandísticos, sus dedos rozaron un
pequeño sobre cuyo contacto le hizo
estremecer. Lo sacó y miró, reticente, aquel objeto apaisado de un tono beige
muy pálido que lucía esa caligrafía aniñada y no por conocida menos
inquietante, esos pequeños trazos azules que le
allegaban recuerdos y con ellos un pasado que temía memorar. Lo metió
dentro, apartó la mano y cerró el buzón de un golpe.
¡Qué
demonios! Si estaba perdido por cogerlo, olerlo, abrirlo, encontrar su
escritura y avanzar entre la maraña de letras, palabras y frases a la búsqueda
de la verdad que se escondía tras ella. Volvió a abrir, introdujo de nuevo la
mano ahora decidida, y sacó la carta.
La acaricio tenuemente, como si temiera que las
letras se borraran con su tacto. La acercó a su nariz para aspirarla, para
husmearla a la búsqueda de un rastro perdido hacía tiempo y su pituitaria le trajo aromas pasados que se
enredaron en su alma acunándola entre jaras y pinos.
Ascendió por la escalera, abrió la puerta y
entró. Se sentó en una butaca del salón que desde su marcha estaba colmado de
silencio y penumbra, y tiró de la cadenita para encender la lámpara. Indeciso,
rasgó el sobre. Sus dedos buscaron en el
interior. Miró adentro suplicando esa hoja llena de la grafía esperada, pero no
había nada. Era un sobre hueco. Lo apretó haciéndolo un gurruño y lo arrojó al
suelo.
Pasados unos minutos se recuperó y pudo
levantarse. Otra vez, una vez más le había ganado la partida. Se acercó al
elegante bargueño del dieciocho heredado de su abuelo y abrió el tercer cajón
de la izquierda. Allí había otros sobres, tan arrugados y vacíos como aquél que
intentaba alisar para añadirlo al lote, los tomó, cerró el compartimiento y se
sentó en el escritorio.
Como cada vez, contó los sobres: ya eran
diecisiete los que sumaban sus fracasos. Diecisiete ocasiones en las que estuvo
seguro de que allí dentro hallaría unas palabras, una aclaración, algo que
terminara un silencio que ya se prolongaba demasiado. Diecisiete burlas tejidas
con hilos de venganza.
Ella se marchó dejándolo todo atrás, sin pedir
nada. Se llevó alguna ropa, -la restante aún cuelga en su armario-, unos
zapatos, sus efectos de aseo y unos libros: los que ya traía cuando vino. Nada
compartido: ni una foto, ni un recuerdo. Y como legado unas palabras: “Algún
día entenderás el vacío con que tu desidia, tu abandono y tu desamor me han
llenado”. Un vacío que dejó atrás y que luego creció y creció hasta tomar la
casa. Pero él, que siempre lo sabía
todo, que lo dominaba todo, lo decidía todo y lo conseguía todo, estaba seguro
de que eran dos días, de que se le pasaría el enfado -aunque realmente no la
había visto enfadada- de que serían cosas de mujeres... Se lo tomó como unas
merecidas vacaciones, salió de copas con los amigos y esperó a verla aparecer
humillada, avergonzada, demandando un perdón que él tardaría en concederle para
conseguir tenerla aún más sometida. Luego, aquel vacío lo atrapó y su
existencia se había vuelto nada de tanto hacer nada, tristeza y soledad, casi
una muerte en vida.
Pasado un año
recibió el primer sobre. Pensó que ahí estaba la súplica, que la petición de perdón había llegado. Pero
cuando lo rasgó e introdujo la mano para sacar la ya más que calculada carta,
sólo encontró un vacío aún mayor que el que moraba en su casa. Y así, cada
cierto tiempo y hasta diecisiete veces.
Por eso ahora entendía aquella carencia que Marta
debió sentir en sus adentros: entrega
tras entrega se la había ido trasegando como si fuera un vino subido y cabezón
que, en cada trago, le rajara las entrañas.
Ahora sabía lo que la soledad podía llegar a mandar en una vida, cómo
podía ordenarlo todo, enseñorearse de todo y acabarlo todo.
Guardó de nuevo aquellas cartas mudas en el cajón
y se dirigió al dormitorio. Al levantarse sintió un escalofrío, se volvió hacia
la entrada y descubrió, asomando por debajo de la puerta, la esquina de un
sobre. Un sobre grande y blanco que se
destacaba con claridad sobre las losas de barro cocido de su casa. Seguro que
no estaba ahí cuando entró: lo hubiera visto. Se acercó y lo arrastró hacia sí.
Era un sobre de tamaño folio, sin sello, sin marca alguna. Volvió sobre sus
pasos y se sentó de nuevo en la butaca, cogió el abrecartas, lo rajó y tiró del
papel que había en su interior.
No podía creerlo, era una carta de un abogado.
Marta le había encargado que a su fallecimiento enviara la carta que adjuntaba,
al que todavía era su marido y ahora ya era su viudo, además lo citaba en su
despacho para la apertura del testamento que tendría lugar en unos días.
Introdujo de nuevo la mano en el sobre y encontró otro más pequeño de color
sepia con su nombre y dirección escritas en esa caligrafía tan infantil, tan
redondita, tan de niña cuidadosa y aplicada. Lo abrió convencido de que no
habría nada, de que Marta nuevamente se burlaba de él, pero esta vez y como
cada vez, también se equivocaba: había una foto, una foto de Marta con un niño
de unos cuatro años, moreno, de ojos inmensos, pelo alborotado y sonrisa ancha
que chupaba una piruleta de colores. Por detrás unas palabras: Tu hijo Alberto.
Por favor, no vacíes su vida, mantenla llena del amor que le he dado. Sé
valiente y cuida de él como un buen padre. Te perdono porque aún te quiero.
Marta.
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