No puedo evitar
acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como
un acto reflejo realmente gratificante. Como si las estrellas fueran la
garantía de su recuerdo, las que me aseguran que, al alzar la mirada en mitad
de la noche, su imagen y todo lo que sé de él inundarán cualquier recoveco de
mi mente para traerlo de vuelta, al menos, por unos instantes.
Sin embargo, cada vez quedan menos
estrellas allí arriba. O esa es la sensación que tengo desde aquí, en plena
ciudad. No me gusta este cielo. La noche ha dejado de ser noche con el paso del
tiempo. A veces, brilla tanto como el día. La espesa capa de luminosidad
anaranjada devora cada rincón de la ciudad, desde que el sol desciende por el
Oeste, hasta que amanece por el Este. Es difícil encontrar un lugar sin farolas
o excéntricos carteles de neón que no estropeen mis vistas con su irritante
luz. Y no puedo alejarme de aquí. Estoy demasiado mayor para volver al pueblo,
solo, y demasiado mayor para seguir conservando mi octogenaria memoria intacta
por mucho tiempo. Ante esto, mi alma oculta un tremendo temor que, día a día,
por desgracia, se hace más latente. Confío en las estrellas para que, llegado
el momento, me devuelvan el esbozo de mi padre. Pero, cada vez quedan menos
estrellas allí arriba. Y sin estrellas, no habrá recuerdo. Me pregunto,
furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.
Si me esfuerzo, aún puedo sentir
sobre mi piel el húmedo calor de aquella noche. Mi padre había cerrado la
puerta y la única ventana que tenía la casa, con la esperanza de que pasaran de
largo al verlo todo cerrado. Las paredes habían concentrado el agobiante
bochorno de todo el día, convirtiendo la estancia en un auténtico horno. El
candil, recién apagado, descansaba sobre la mesa de madera, dibujando en el
aire los últimos hilos de humo que se mezclaban con el ambiente. Bajo la mesa
se acurrucaban dos sombras: una mayor, no muy corpulenta; otra, menuda y
frágil.
–No va a pasar a nada –susurró mi padre.
Pero su voz sonaba tan quebrada que contradecía sus intentos por
tranquilizarme.
Unos instantes antes, el estruendo
de dos disparos entre las calles huecas del pueblo, había silenciado la
sinfonía de los grillos y avivado el llanto desconsolado de una mujer. Acababa
de perder a su marido. O a su hijo, tal vez. No lo recuerdo.
Me incorporé, sobresaltado, de la
alcoba de paja, al mismo tiempo que mi padre irrumpía bruscamente por la
puerta. En unos segundos, nos encontrábamos a oscuras y bajo nuestro
particular búnker de madera, a falta de cualquier otra habitación o lugar
donde escondernos.
Giré la cabeza en dirección a la
ventana, buscando algo de luz, y, aunque no había luna, era una de las noches
más estrelladas que jamás había visto. El resplandor que se colaba por los
cristales procedía de miles o millones de puntos brillantes. Sin embargo, el
tenue haz luminoso que proyectaban no era suficiente para rehuir de aquella
angustiosa oscuridad que nos envolvía. Comencé a temblar y a respirar con
dificultad.
–¿Sabes lo de las estrellas? –me preguntó mi
padre, de nuevo susurrando. Respondí negando con la cabeza–. ¿Nunca te lo he
contado? –pasó su brazo por encima de mis hombros, me acercó a él y empezó a
hablar, casi tan bien, que parecía un discurso–. Cada una de esas estrellas es
una carta de alguien hacia otra persona: un amigo, un familiar... Las más
grandes y brillantes llevan importantes noticias. Las pequeñas, asuntos
personales. Y las fugaces, el correo urgente. Cuando el destinatario recibe su
carta, la estrella correspondiente desaparece, dejando espacio en el cielo para
las que aún no se han escrito.
En algún momento de su historia, sus
labios dibujaron una sonrisa. Sentí cómo sus ojos se despojaban de una gran
presión a medida que se humedecían y brillaban bajo el halo estelar. Quise
creer en sus palabras. Y lo hice. Al fin y al cabo, mi padre ejercía la labor
de cartero en el pueblo las pocas veces que había correspondencia. ¿Quién mejor
que él podía conocer el asunto de las cartas?
Un ruido del exterior me llevó de
vuelta bajo aquella mesa, de donde me había evadido durante unos segundos para
divagar sobre la historia que acababa de escuchar. Las pisadas sonaban firmes en
la tierra seca, secundadas por el chirrido de botas de cuero que se doblaban a
cada paso. Bordearon la casa hasta detenerse al otro lado de la puerta, a la
voz de:
–Aquí es.
Mi padre colocó su dedo índice sobre
la comisura de sus labios, e intenté que mi nerviosa respiración no nos
delatara. Estoy seguro de que, al igual que yo, reconoció el tono tembloroso
del, por entonces, teniente de alcalde del pueblo.
El estrecho hueco que quedaba entre
la puerta y el suelo encuadraba dos sombras más. Una de ellas se agrandó según
avanzaba para, acto seguido, golpear la puerta tres veces. Cerré los ojos con
fuerza, asustado, como cualquier otro niño que espera que su temor desaparezca.
Pero, la reiteración de los tres golpes, con más intensidad, si cabe, torció mi
deseo. Podía notar la madera resentirse bajo el puño cerrado de aquel
individuo.
–¡Abran,
o tendremos que echarla abajo! –amenazó, decidido a hacerlo.
Mi padre no tardó en reaccionar:
comenzó a removerse, a mi lado. Abrí los ojos. ¡Pom, pom, pom!, se volvió a
escuchar. «¡Abran!», insistió.
–No te muevas. No salgas –me dijo, y deslizó
su cuerpo torpemente por el suelo hasta que pudo incorporarse y salir de debajo
de nuestro refugio.
Una vez en pie, se sacudió la tierra
que impregnaba gran parte de su pantalón y su roída camisa. Alargó el brazo
hasta el cerrojo de la puerta y, antes de desencajarlo del oxidado escudo, me
lanzó una última mirada que combinó con una agradable sonrisa.
A partir de ahí, de su sonrisa, me
cuesta recordar todos los detalles. Sé que el hombre que había estado a punto
de derribar la puerta parecía un sargento. Sí, puede que tuviera uno de esos
condenados cargos. A su lado estaba el teniente de alcalde, aún temblando, y,
junto a él, un muchacho que no pasaba de los veinte. Seguramente, un pobre
desgraciado sacado de alguna leva, del
estilo de “la Quinta del Biberón”.
Mi padre salió a la calle a la orden
del sargento. Las estrellas iluminaban su cuerpo cansado; una figura delgada,
maldita por la escasez de la posguerra y las cartillas de racionamiento. El
sargento pronunció su nombre a modo de pregunta, y mi padre, tristemente
resignado, asintió. Cuando le preguntó si había alguien más dentro, me
encubrió:
–Hace años que soy viudo, y mi hijo vive en
casa de mi hermana. No puedo mantenerle.
El joven acompañante uniformado
desvió su mirada hacia el interior de la casa. Se me heló la piel cuando clavó
sus ojos en mí, sorprendido. Pero, por suerte, no pronunció palabra alguna,
sosteniendo así la mentira de mi padre. El miedo se convirtió en alivio, aunque
todavía quedaba lo peor.
Alguien sacó un papel arrugado, lo
abrió y comenzó a leer. Las palabras se unían para acusar a mi padre de
distribuir propaganda antifascista por el pueblo. Exaltación del republicanismo
o ideología socialista, fueron otros de los términos que le condenaban y que yo
no entendía. Intentó excusarse, alegando que desconocía el contenido de la
correspondencia que llegaba al pueblo; su única labor era entregarla a sus
destinatarios. Pero, de nada sirvió.
El muchacho tomó el fusil que
colgaba de su hombro, lo cargó y mi padre comenzó a llorar. Era la primera vez
que escuchaba sus sollozos, y supe que no tendría la oportunidad de volver a
hacerlo.
Su joven ejecutor vaciló, por un
momento, cuando lo tuvo a tiro. Supongo que pensó en mí, en que estaba viéndolo
todo desde debajo de la mesa. En lo duro que sería para un niño presenciar el
fusilamiento de su propio padre. Pero su superior no tenía esa percepción.
Los grillos volvieron a guardar
silencio. El cuerpo inerte de mi padre se desplomó en el suelo, creando una
neblina polvorienta de tierra que se disipaba al igual que su alma. El sargento
ordenó su muerte en una de las noches más estrelladas que jamás había visto; un
cielo lleno de cartas.
Desde entonces, no puedo evitar
acordarme de mi padre cuando observo el cielo nocturno. Casi lo he asumido como
un acto reflejo realmente gratificante. Sin embargo, cada vez quedan menos
estrellas allí arriba, y yo no quiero olvidarle. La historia de las cartas y
las estrellas fue lo último bueno que escuché de él. Quise creer en sus
palabras y lo hice. Por eso, ahora, a mis ochenta y pocos años, miro al cielo y
me pregunto, furioso, por qué la gente ya no escribe cartas.
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