Os dejo mi relato "El alcalde" que ha sido uno de los tres ganadores de la segunda edición del concurso El amor en los tiempos de la guerra. Espero que os guste.
EL ALCALDE
El
alcalde aconsejó a los vecinos que se refugiaran en la fábrica de harinas. Era
un grupo numeroso de hombres que había decidido quedarse a defender sus casas o
sus negocios ante el inminente ataque de las tropas enemigas. En la fábrica
había un destacamento de la Guardia Civil que les protegería. Los rumores sobre
el avance de los soldados marroquíes eran cada vez más ciertos y se hablaba de
las escabechinas que se estaban cometiendo en aldeas cercanas al pueblo,
pasando a cuchillo a todo el que encontraban en su camino. Ancianos, niños y
mujeres eran víctimas fáciles con las que saciar su sed de venganza. Atrocidades
inimaginables a manos de aquellos soldados que habían perdido los sentimientos
más básicos del ser humano, sustituyendo el amor y la compasión por el odio y
la crueldad en el mismo momento en que les entregaron las armas para hacer la
guerra.
El
alcalde decidió esconderse en el sótano de su casa, un lugar que nadie conocía
y al que se accedía a través de una
trampilla camuflada bajo un gran sofá. Horas antes había puesto a salvo a su
familia, sus cuatro hijos y su mujer partieron en el último tren que salió del
pueblo. A la mañana siguiente él se marcharía en un convoy militar.
Pasó
la noche paralizado por la incertidumbre y el miedo. Cerró los ojos para
proyectar en su mente el metraje de su vida. Recordaba el día que llegó al
recién estrenado protectorado español, con una maleta que apenas pesaba, y entusiasmado
con su nuevo destino. Era un lugar habitado por gente que al principio lo
miraba con recelo pero que poco a poco fue ganándose su confianza y afecto, un
pueblo en plena expansión urbanística y poblacional debida a la actividad
minera de la zona. Los primeros años en el cargo fueron difíciles, pero se sintió
apoyado por un grupo de españoles que al igual que él, se habían establecido
allí años atrás, entre ellos, el médico y el cura se convirtieron en sus
mejores amigos. Fue este último el que le aconsejó contratar a una mujer para
que le cuidara la casa y de este modo entró Tayri en su vida.
Desde
el primer momento le atrajo esa joven, casi adolescente, de mirada desafiante y
azul. A diferencia de la actitud sumisa que solían mostrar las mujeres rifeñas
ante los varones, Tayri rozaba la insolencia.
Era
consciente de su belleza y de lo que esta causaba en los hombres, y la
utilizaba a su favor. El alcalde se enamoró de ella antes de que acabara la primera
semana de trabajo, pero fue un enamoramiento que guardó para sí, no mostrando
sus sentimientos en ningún instante. Sabedora de lo que había provocado en él,
Tayri esperaba casi con impaciencia una muestra de amor de ese hombre tímido y
hermoso, que le leía poemas y le enseñaba su idioma con paciencia cuando terminaba
las faenas de la casa, antes de recibir su sueldo diario. Así se estableció
entre ellos una relación de confianza que la inquietaba y conmovía. Nunca había
estado tan cerca de un hombre sin que este reclamara algo más que una
conversación.
Un
día Tayri se atrevió a revelar sus sentimientos y dejó escrito en un papel “yo
amo a usted”. El alcalde lo encontró aquella noche sobre la mesa de su despacho
y a la mañana siguiente comenzó un romance que marcó su vida.
Vivieron
la pasión en secreto, pero apenas un año duró aquel idilio. Tayri se quedó
embarazada, sus padres la repudiaron y solo su abuela le dio cobijo y cariño. Regresó
a su poblado y no volvió a salir de allí.
El alcalde se sumió en una tristeza tan profunda
y pesada que lo dejó postrado en la cama durante unos días. El cura sospechó
que algo pasaba, y después de tomarle confesión, le aconsejó que se casara con
la hija del médico, una joven de su edad que se sentía atraída por él. El
compromiso duró dos años, durante los cuales, el alcalde desaparecía un par de
días cada cierto tiempo. “Me voy de caza”, le decía a la novia, pero la verdad
era que iba a visitar a Tayri y a su hijo Karim. Después de casarse, las
visitas se fueron espaciando, y cuando nacieron sus hijos, más aún. Apenas una
vez al año iba a ver a Tayri y a su pequeño, que crecía fuerte y era tan
hermoso como su madre. Y en los últimos años se limitó a enviar un paquete con
juguetes, golosinas y dinero para ella.
Agazapado
en el oscuro sótano pasó la noche más larga de su vida, la más triste.
Las
Huestes rifeñas irrumpieron de madrugada, se habían adelantado. Era un ejército
caótico al que se sumaron en los últimos días viejos y adolescentes. Podía oír
los tiros, las explosiones, las carreras y los pasos por encima de su cabeza.
Habían entrado en su casa, estaban saqueando, arrastrando muebles y rompiendo
cristales. Deseó con todo su ser que no retiraran el gran sofá que cubría la
trampilla. Esperó toda la madrugada hasta que se hizo el silencio y decidió
salir del sótano. Subió las escaleras apenas rozando el suelo y al salir se
encontró de frente a un soldado rifeño.
Era
muy joven, le costaba sostener el fusil, el uniforme harapiento, sucio, la cara
tiznada de carbón y la mirada desafiante y azul.
-Karim,
Karim- murmuró el alcalde extendiendo sus brazos en cruz. No tenía miedo. La
bala de ese fusil cerraría su herida. Y la esperó con amor.
El
muchacho soltó el arma, se quitó una cadena que rodeaba su cuello y se la
entregó al alcalde. Era la mano de Fátima que le había regalado a Tayri en su
última visita. Un soldado gritó desde la calle preguntando a Karim si quedaba
alguien en la casa. “Aquí no queda nadie, todos están muertos” le respondió. Y
antes de salir abrazó a su padre.
Allah
maeak, le dijo, que Dios te acompañe.